Siempre creí que su talento era superior al mío. Paula sonreía y decía que no, para nada, que el niño prodigio era yo. Puede que tuviera razón, puede que mi percepción sobre su talento fuera exagerada, cargada de la fascinación que sentía por ella. De hecho no la compartía nadie. Ninguno de los maestros consideraba que Paula fuera mejor pianista que yo, incluso la juzgaban apenas por encima de la media. Por cierto en los años que compartimos, mi progreso, estimulado por un acompañamiento que ella no tuvo, fue mucho mayor. Preparábamos obras para cuatro manos en todos los recitales que la escuela organizara y, quizás evocando nuestro primer encuentro, siempre le cedía los agudos. Era yo quien decidía la forma de abordar la pieza y quien marcaba las guías, las intenciones de cada pasaje. Como normalmente presentábamos a nuestros maestros la obra ya leída y bastante armada, ellos no oponían reparo, aunque terminaban dándome una obra solista como número central de los conciertos y a Paula una pieza menor y, a veces, hasta nada. Desde ese primer día estuvimos siempre juntos, cada vez que podíamos, fuera de los estudios y esas cosas. Además, Paula sí cursaba el secundario. Igualmente, siempre nos hacíamos lugar para preparar todas las obras que se nos ocurriesen y de autores tan variados como Mozart, Schubert, Satie y hasta Ellington o Gershwin.
El piano, si lo dejan, es un instrumento bastante solitario, del que hay que ocuparse mucho tiempo. Tiene tanta obra propia y se basta a sí mismo tanto, que cuesta compartirlo. Aún así también es el mejor instrumento como acompañante, porque resume toda la orquesta. Ofrece dulzura, dramatismo, puede contar historias. También puede hacerse a un lado para que otro instrumento las cuente y servirle como sostén. “No voy a poder ir de campamento al río. Mamá no me deja –decía una de sus cartas- porque me llevé matemáticas y dice que tengo que estudiar para el examen. Pero creo que no me iba a dejar ir igual. Nunca me va a dejar que haga nada. Es una celosa egoísta. Y es una neurótica.”Después seguía. Cómo le gustaba que estuviéramos juntos. Nunca me llamaba por teléfono para decirme estas cosas. Y pese a que nos veíamos casi todos los días sus cartas eran muy frecuentes. Tardamos poco tiempo en ponernos de novios. Cuando recibí esa carta ya llevábamos cuatro años juntos. Me escribía millones de cartas. Por todo el tiempo que nuestros estudios nos impedían estar juntos. A veces era en papel de carta de Sarah Kay, otras en servilletas, en hojas Canson, en hojas borrador que arrancaba de los cuadernos de clase que venían con ejercicios mal hechos y tachados. No se trataba de cartas demasiado largas. Generalmente eran cosas que se había olvidado de decirme durante el día. Lo usual era que ella misma me diera las cartas, diciéndome que las leyera cuando estuviera solo. Muchas veces eran solamente dibujos. Cuando era demasiado urgente y ella no podía venir porque estaba castigada, mandaba a su hermana, que era casi como si viniera ella.
La primera vez que fui a la casa de Paula, ni siquiera habíamos hablado sobre su familia. Sólo de la música, del piano, y tampoco nos habíamos besado en la boca, aunque yo ya la llamara mi novia. Ella me había invitado a estudiar porque estaba orgullosa de su piano Steingarber. Además tenía un disco con una versión de la obra que estábamos preparando que quería que escuchásemos juntos. Cuando abrió la puerta de su casa para recibirme, tenía un libro en la mano; la miré sorprendido y le dije:-Hola, ¿te cortaste el pelo?Ella sonrió, con algo de rubor en sus mejillas.
-Estás buscando a mi hermana.La miré con incredulidad. Primero pensé que se trataba de una broma. No hacía mucho que conocía a Paula, pero la imaginaba capaz de hacer ese tipo de cosas. Aunque luego me pareció que quizás fuera posible. Era extraño que no conociera nada de su familia, porque el nuestro era un pueblo pequeño, de poco más de veinte mil habitantes, y como se suele decir, se conocían todos. En realidad era yo el que conocía poco, tan encerrado que estaba con el piano. Cuando les conté a mis padres, dijeron “Claro, los Martinucci. Los que viven cerca de la plaza.” -Perdón, no sabía…-empecé a decir.-No te preocupes, pasa siempre. ¿No te dijo que tenía una hermana?Se hizo a un lado para dejarme pasar apretando el libro contra su pecho. La verdad es que era más linda que Paula. Mirándola bien, el pelo corto le enmarcaba mejor la cara. Y siempre me fascinaron las chicas con anteojos. De hecho fue lo primero que me llamó la atención de mi esposa.-No, no me dijo nada acerca de su familia.-Sí, ya sé, nunca habla de mí.-¿Son mellizas?- pregunté, a pesar de que parecía algo obvio.-Gemelas- corrigió.No supe qué más decirle. En silencio, me invitó a entrar. Lo primero que me llamó la atención de su casa fue un enorme crucifijo que colgaba sobre la puerta de entrada al salón principal. Todo parecía tener un tono reservado y sombrío. Y religioso. La hermana de Paula me dijo que...